Beijing, al menos vista desde la ventanilla, se muestra como una mole corriendo al costado del camino: grandes, enormes edificios, hormigueros infinitos de ventanas y agujeros en la pared de los que cuelgan los aparatos de aire acondicionado. Son como parásitos tecnológicos chupando en las arterias energéticas de nuestro hormigón.
Y, entre los grandes bloques o después de ellos o en los huecos que quedan detrás –cuando caen- los chinos levantan los rascacielos más modernos e insólitos: espejos donde se peina la ciudad toda las mañanas, formas retorcidas y complejas que tienen ese aire Guggenheim de estos tiempos.
En realidad, se intuye, es la batalla de la ciudad contra la ciudad.
En realidad, se intuye, es la batalla de la ciudad contra la ciudad.
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